Hace unos días estaba revisando el tablero de indicadores de una empresa con la que recién inicie un proceso de colaboración. En la misma pared, justo al lado de los formatos de mantenimiento, encontré su política de calidad enmarcada.
La leí. Luego me reí. No por burla… sino por déjà vu.
Decía, más o menos:
“Estamos comprometidos a satisfacer los requisitos de nuestros clientes, entregando productos de calidad en tiempo y forma, a través de la mejora continua de nuestros procesos.”
Sí. La misma que he visto en maquilas, talleres, oficinas, fábricas, imprentas, panaderías y hasta en una empresa de reciclaje. Cambian el tipo de producto, le mueven una coma… pero el discurso es el mismo.
Y claro, después de la política, viene la tríada infalible:
Una misión que dice lo que fabrican, con “personal comprometido” y “procesos eficientes”.
Una visión que promete ser “empresa líder a nivel nacional e internacional”.
Y unos valores que, si los unes todos, básicamente describen a un santo.
Pero todo eso está colgado en la pared. Y muy pocas veces, colgado en la conciencia.
¿Por qué pasa esto?
Porque la política de calidad, para muchas empresas, no es una guía… es un requisito. Un pendiente que hay que tachar para pasar la auditoría o cumplir con el manual.
Lo más curioso es que esto no es nuevo. Esta práctica tiene más de 30 años. Desde que las empresas comenzaron a buscar certificaciones como ISO 9000 en los noventa, se empezó a formar una especie de “estilo corporativo” de redactar políticas. Una plantilla tácita que se fue copiando y pegando, generación tras generación, como si fuera una receta secreta para complacer al auditor.
Y ahora, con la llegada de la inteligencia artificial, el riesgo de caer en lo mismo se ha multiplicado. Hoy puedes pedirle a cualquier chatbot que te escriba una política de calidad… y en dos segundos te lanza una que parece correcta, estructurada y profesional… Pero también vacía.
Porque lo que necesitamos no es redactar más rápido, sino pensar mejor. La calidad no se trata de usar palabras rimbombantes, se trata de comprometerse con decisiones difíciles. Y eso, ni la IA ni el copy-paste lo pueden hacer por nosotros.
Una política no es para decorar, es para decidir.
Debería ayudarte a responder preguntas incómodas. A poner límites. A justificar lo que sí haces… y lo que no estás dispuesto a hacer.
No hace mucho, en una empresa donde estaba impartiendo un curso, me atreví a preguntar:
—¿Y esto de la política, alguien lo usa?
Hubo risas. Una persona levantó la mano y dijo:
—Sí… la usamos cada vez que viene el auditor.
Otra me respondió más en serio:
—Mira, yo no me la sé de memoria. Pero sí me acuerdo que dice que no podemos entregar si no pasa calidad. Y eso me ha servido para decirle que no al jefe cuando quiere sacar un pedido incompleto. Eso sí vale la pena.
Y ahí está la clave.
¿Y si dijéramos algo más honesto?
Algo como:
“No entregamos a tiempo si eso significa comprometer la calidad. Preferimos perder un cliente que mentirle.”
“Nuestro estándar mínimo es que tú mismo estarías orgulloso de entregarlo. Si no… vuelve a hacerlo.”
“Aquí la calidad no se firma, se vive. Y si no se vive, se nota.”
Puede que suene disruptivo. Puede que no sea “formato ISO”. Pero eso, al menos, te obliga a pensar. A conversar. A decidir.
Porque una política genérica no molesta a nadie…
Pero tampoco le sirve a nadie.
Si te preguntara hoy cuál es la política de calidad de tu empresa, ¿me la dirías de memoria o me la leerías del cuadro de la pared?
Y si tu equipo se la supiera, ¿la usarían para tomar decisiones o solo para pasar exámenes?
Tal vez es momento de reescribirla. No para el auditor… Sino para ustedes.
Porque en tiempos donde cualquier robot puede redactar algo que “suene bien”, lo verdaderamente valioso será aquello que piense bien.
¡Hasta la próxima!