Podría asegurar que una gran mayoría de estas reflexiones toman forma e inspiración cuando paseo con Peter y Ashoka… lo que la mayoría de la gente no sabe es que antes de ser cuarentón, yo era de la opinión de qué los perros de casa no deberían de vivir dentro de casa, sino en el patio… y si, como te imaginas; estos dos no solo viven dentro, cada uno tiene su propia camita, que por las noches ignoran.
El que me hizo cambiar de opinión, fue Peter que se lo ganó a pulso desde que fue adoptado; le abrió camino a la que más tarde mi hijo y mi esposa rescatarían de la calle…
Cambiar de opinión es relativamente sencillo, si lo visualizas después haber hecho el cambio. Pero si el cambio es a futuro no es tan simple.
Enfrentando al cambio
“La única constante en la vida es el cambio” dicta la sabiduría popular; tan incomprendida ella que solo Arjona le hace caso… Cambiar no es fácil por que reta a nuestro ego.
Los psicólogos le llaman “disonancia cognitiva”, a la sensación que nos da cuando lo que creemos y lo que hacemos no coincide. La mente busca desesperadamente equilibrio, y para ello prefiere reafirmarse antes que enfrentar la incomodidad del cambio. Y no esto no es exclusivo de los milenials. Este fenómeno lo traemos desde hace muchísimo tiempo.
Lo voy a poner de esta manera; para cambiar primero tenemos que reconocer que nuestra opinión está equivocada. Lo que quiere decir que hay que admitir errores pasados, lo que lastima nuestro orgullo y autoestima. Socialmente, también podemos sentir temor al qué dirán: “Si cambio, ¿qué pensarán los demás? ¿Qué no sé lo que digo? ¿Qué van a decir los demás?” Allá en mi barrio a ese fenómeno tiene otro nombre: “El ¿Qué dirán?”.
Es tan tenebroso que por muchísimos años ha causado estragos y mucho proviene de las tragicomedias del cine y la televisión mexicana han marcado la cultura de nuestro país.
Pero, ¿sabes algo curioso? Cuando finalmente reunimos el valor para cuestionarnos y cambiar, rara vez sentimos arrepentimiento. Casi siempre pensamos: ”¿por qué no lo hice antes?”.
El problema es que enfrentar el cambio es incómodo. Y no por el cambio en sí… sino por lo que nos obliga a reconocer: que tal vez, a pesar de nuestras mejores intenciones, no teníamos toda la razón (o toda la información).
Y es que aceptar que algo no funciona como esperábamos no es un fracaso; al contrario, es la esencia misma del crecimiento.
En ocaciones no es tan sencillo aceptar los errores porque no los vemos, aunque algunas veces sean obvios para todo el mundo menos para ti. Pero no te sientas mal, a todos nos pasa y aplica en toda circunstancia; por ejemplo en el Rufino Tamayo, que es un parque muy popular para pasear con perros.
Son 26 hectáreas fantásticas, incluso con un área amplia donde pueden andar libres, sin correa.
Pero alguien decidió construir un “baño para perros” de 4 metros cuadrados, designándolo como el único lugar permitido para que los perros hicieran sus necesidades. ¿Qué ocurrió? Exacto. Ni perros ni humanos hacen caso de esa genial idea. Una excelente intención, pésimamente ejecutada.
Cambiar de opinión es incómodo, pero seguir en la necedad es peor. Aceptar que tenemos que cambiar nuestro pensamiento toca fibras profundas: el ego, el orgullo, las expectativas que habíamos puesto en algo. El primer impulso natural es resistirse. Buscar argumentos para mantener el rumbo aunque el camino ya no lleve a donde queremos llegar.
Pero si logramos atravesar esa resistencia, entonces sucede algo curioso: empezamos a ver las cosas con más claridad.
Predicando con el ejemplo
Recientemente, en el CCM hicimos precisamente uno de estos ejercicios incómodos: cuestionarnos profundamente una estrategia que parecía indiscutible hace solo unos meses. Nos dimos cuenta que, aunque hay muchas iniciativas valiosas, en este momento lo más sensato es enfocarnos en aquellos programas y servicios que han demostrado generar mayor impacto en las empresas participantes, como es el caso de la Certificación que coordino personalmente.
Esta decisión (que pronto se anuncia oficialmente), implicó reconocer que algunas ideas, aunque atractivas y bien intencionadas, no necesariamente logran el resultado que imaginábamos.
Y es que aceptar que algo no funciona como esperábamos no es un fracaso; al contrario, es la esencia misma del crecimiento. Hasta aquí te he contado la parte fácil: reconocer que algo no está funcionando.
Lo realmente difícil viene después…¿Cómo saber si debes insistir un poco más o si es momento de corregir el rumbo?
🔒 El resto de este artículo es exclusivo para suscriptores de Reflexiones de un Cuarentón.
Aceptar que algo no está funcionando es solo el primer paso. Pero actuar después de ese reconocimiento requiere algo más que buenas intenciones: se necesita perspectiva.
Lo primero que vale la pena preguntarnos es: ¿qué estaba intentando resolver originalmente? Porque muchas veces, en el camino, nos enamoramos tanto de la solución que olvidamos cuál era el problema real. Volver al origen, a ese primer punto donde todo empezó, ayuda a ver si seguimos atacando la necesidad correcta o si ya estamos peleando por orgullo.
Luego viene la parte incómoda: hacer un corte de caja. No de percepciones, no de intuiciones, no de esperanzas… de hechos. ¿Qué evidencia objetiva tengo hasta ahora? ¿Qué resultados reales, qué retroalimentación concreta? A veces el simple ejercicio de verlo en blanco y negro elimina de un golpe todas las justificaciones que nos habíamos contado.
Otra pregunta que pesa —y pesa fuerte— es: ¿cuánto tiempo, energía y recursos me está costando mantener esta decisión? Porque una buena idea que empezó con fuerza, si hoy se ha convertido en una carga que ahoga, ya dejó de ser buena hace rato. Y no hay nada heroico en seguir gastando recursos solo porque no queremos admitir que ya no tiene sentido.
También vale la pena hacerse una confesión a solas: ¿estoy resistiendo el cambio por miedo o por convicción? Porque a veces no es la estrategia lo que nos frena, es el miedo al qué dirán, al cómo me veré, al qué van a pensar si cambio de dirección.
Y finalmente, preguntarnos: ¿qué aprendería si hoy decido cambiar? Porque a veces el verdadero éxito no está en salvar lo que empezamos, sino en todo lo que somos capaces de aprender cuando tenemos el valor de soltar y corregir.
Cambiar de opinión no es traicionar nuestros principios ni admitir una derrota. Cambiar de opinión es, muchas veces, el acto más honesto de amor propio y de visión estratégica que podemos tener.
Porque en este juego, no gana quien nunca se equivoca. Gana quien es capaz de adaptarse antes de que sea demasiado tarde.
La próxima vez que algo no salga como planeabas, no te preguntes ¿por qué falló?, pregúntate ¿qué oportunidad tengo ahora que antes no veía?.
¡Hasta la próxima!